El hombre que sonríe

Articulo de Cuentos de Terror para Niños sobre El hombre que sonríe

El hombre que sonríe

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El pequeño entró en el ático sucio sin hacer demasiado estruendos. Sus progenitores le habían prohibido subir hasta allá, mencionando a que el sitio se hallaba muy sucio y era simple que alguien como se quedase encerrado. Mas eso no le importó. Encendió su linterna y se puso a buscar alguna cosa interesante entre las cajas descuidadas que poblaban la estancia.
Lo halló en una esquina, justo bajo la única ventana circular que dotaba con algo de luz natural a la buhardilla. Mas era por la noche y la obscuridad reinaba entre los chismes.
La vieja casa de muñecas parecía estar llamándolo.
Cuando la alumbró con su linterna, cada habitación pareció producir una luz singular. Era bastante bonita. Tenía una cocina pintada con las paredes rosas, una sala de estar púrpura, un baño azul y un dormitorio de muros color carmín, donde una adolescente jugaba al aro hula. El resto miembros de la familia, madre, hermano y abuelo, estaban repartidos por el resto de las estancias, cocinando, leyendo el diario y dándose una ducha.
Mas allá faltaba algo. Alguien. No veía al padre por ningún lugar, ¿dónde se habría metido ese resbaladizo muñeco?
Algo en el suelo de la habitación de la hija llamó fuertemente su atención. Había un verso escrito allá.
El chaval frunció el ceño, ¿qué significaba aquello? ¿De quién se suponía que tuviese que ocultarse? Miro el baño y halló una inscripción afín tallada en una pared.
Un escalofrío le recorrió la espalda. De súbito sentía que no estaba solo. Volvió a mirar cara la cocina y allá, sobre la mesa enana, había otro mensaje lúgubre que le hizo estremecerse.
¿El hombre que sonríe? ¿Quién era el hombre que sonríe? ¿Quizá el patriarca desaparecido de esa familia de juguete, que parecía eternamente feliz en su residencia de madera? El pequeño tuvo un mal pálpito y decidió que debía irse. Mas ya antes, maldita curiosidad, ya antes solo echaría una ojeada más a la sala de estar donde descansaba el abuelo.
No había mensajes ni en las paredes, ni el suelo, ni en ningún otro sitio.
Entonces se fijó en el jornal que el juguete leía. Aferró el enano papel y abrió las pequeñas páginas, encontrándose con la última una parte de la rima…
El pequeño sintió que algo le rozaba la espalda y se paralizó de temor. Algo estaba respirándole en la nuca. La luz de la linterna proyecto una sombra alta y alargada, que llegaba hasta el techo del ático. Tenía las manos grandes y con dedos anormalmente largos, como los de una hechicera. Una risa siniestra retumbó tras él.
Cuando miró sobre su hombro, lo único que distinguió fue una sonrisa de oreja a oreja.