El traje nuevo del Emperador

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El traje nuevo del Emperador

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Había una vez un Emperador que era sumamente orgulloso y presumido. Siempre y en toda circunstancia agradaba de vestir con las mejores ropas y estaba ofuscado con ser mejor que el resto, puesto que pensaba, alguien de su cargo lo merecía. Un día, al buscar en su guardarropa y encontrarse con exactamente los mismos trajes de siempre y en todo momento, decidió salir a la urbe para poder ver que ropa nueva podía comprarse.
Ocurrió que justo ese día, un estafador apareció en el pueblo, haciendo pasar por un fino mercader de lonas. Frente a un público lleno de tontos y incrédulos, el ladrón levantaba las manos en el aire tal y como si estuviese manteniendo una lona, si bien el resto no veían nada:
—¡Este, señoras y señores, es un tejido muy fino! —anunciaba él— Sus colores y diseño son tan preciosos, que solo pueden ser utilizados por alguien de inusual inteligencia y verdaderamente digno de su cargo. Solo la gente imbécil y corriente sería inútil de verlo.
Y las personas, temiendo ser tomadas por torpes, asentían con la cabeza y actuaban tal y como si estuviesen fascinadas, por el hecho de que deseaban que los otros creyeran que sí eran inteligentes.
Fue el Emperador, quien pasaba de manera casual por ahí, el más ingenuo de todos. Inmediatamente le ordenó al vendedor que le diese toda la lona mágica, puesto que no deseaba que absolutamente nadie más vistieras como . Le pagó una genuina fortuna y retornó al palacio, donde deseó hacer que su sastre le confeccionara una túnica con aquel tejido invisible.
El sastre, miedoso de ser castigado por el soberano, fingió que asimismo podía ver aquella lona que no existía y también hizo tal y como si elaborara una nueva túnica para él; cosa que le llevó una semana completa.
Llego el día en que el emperador debería lucir su nuevo traje. Para festejarlo, hizo reparar la urbe para realizar un desfile en su honor. Cuando el monarca asistió al taller de costura para recoger su traje, el sastre fingió sacarlo de los telares para disimular su nerviosismo, si bien la verdad era que allá, no había nada.
—¡Su traje nuevo es espléndido, Excelencia! —dijo , sin embargo— Digno de un emperador.
Y el gobernante, muy ufano, se desvistió ahí mismo y dejó que le pusiesen el traje invisible. Lo cierto es que tampoco veía nada mas claro, no deseaba quedar en patentiza y aceptar que era un imbécil hombre, impropio del cargo que ostentaba.
Con lo que el Emperador salió ante sus súbditos, absolutamente desnudo.
La música y los malabaristas anegaban las calles, mientras que todos actuaban tal y como si estuviesen impresionados por su bello traje.
—¡Qué colores!
—¡Qué lona tan fina!
—¡Qué dibujos tan preciosos tiene bordados!
El Emperador se sonreía pretencioso. Hasta el momento en que llegó en frente de unos pequeños que, inocentes como eran, desmontaron toda la impostura.
—¡Mas si no lleva nada puesto!
—¡El Emperador está desnudo!
La gente dejó de fingir al ver que todos y cada uno de los pequeños reían y el soberano enrojeció de vergüenza. Entonces todos entendieron que habían sido timados por aquel estafador y que verdaderamente, eran más tontos de lo que pensaban.